Franco Caraballo, un barbero venezolano de 26 años, nunca imaginó que un tatuaje lo llevaría a perder su libertad y ser deportado sin juicio. Su esposa, Johanny Sánchez, sigue en shock tras recibir la llamada desesperada de Franco desde un centro de detención en Texas, donde le informó que estaba esposado y vestido de blanco junto con otros migrantes.
Veinticuatro horas después, su nombre desapareció del sistema de l ocalización de detenidos del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), y el temor de su familia se convirtió en pesadilla.
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Sin previo aviso, Franco fue trasladado a una prisión de máxima seguridad en El Salvador, junto con más de 200 venezolanos, todos acusados de pertenecer al Tren de Aragua, una organización delictiva originaria de Venezuela. Lo más alarmante: ninguno tuvo derecho a comparecer ante un juez ni oportunidad de defenderse.
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“¿Cómo alguien que se presentaba puntualmente a sus citas con ICE puede ser tratado como un delincuente?”, cuestionó Johanny.
Su esposo no tenía antecedentes penales en Estados Unidos y había seguido todas las reglas mientras esperaba respuesta a su solicitud de asilo. Sin embargo, las autoridades lo vincularon con una banda criminal, supuestamente por sus tatuajes.
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¿Qué tatuaje llevaba el hombre?
Según Johanny, la única “evidencia” contra Franco podría ser un tatuaje con forma de reloj, un símbolo que representa el cumpleaños de su hija, fruto de una relación anterior.
“Tiene muchos tatuajes, pero eso no es delito. Es una injusticia” , lamentó la mujer.
Las deportaciones ocurrieron en el marco de una serie de operativos migratorios que generaron pánico entre cientos de familias en Estados Unidos. Muchos detenidos desaparecieron de los registros digitales de ICE y luego fueron encontrados en cárceles de El Salvador, enfrentando condiciones extremas.
Sin acceso a visitas, recreación ni educación, los deportados quedaron atrapados en un sistema del que pocos logran salir.
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